Hay temas muy incómodos de tratar, pero que cualquier empresario, autónomo o trabajador conoce de primera mano. Uno de ellos es el coste real que supone el aumento de las bajas laborales para las empresas en nuestro país. No hablamos de quienes realmente las necesitan y que deben estar protegidos sin cuestionamiento, sino de ese fenómeno creciente en el que algunos empleados encadenan bajas y coleccionan diagnósticos picaros. Un absentismo convertido casi en oficio, que se ha disparado tras la pandemia y que hoy condiciona la productividad, el clima laboral y las cuentas de resultados de miles de negocios.
Los datos estadísticos lo confirman y España ha vivido en los últimos tres años un aumento sostenido del número de procesos de incapacidad temporal por contingencias comunes. No es una percepción empresarial, ni una queja de barra de bar. Es una realidad estadística. Y detrás de ella conviven tres factores, las patologías reales, que existen y deben respetarse, los efectos psicológicos postpandemia que son serios y no deben minimizarse, y un tercer grupo extremadamente dañino, los pícaros profesionales del absentismo, ese perfil que ha aprendido a navegar entre certificados médicos, que acumula bajas justo antes de periodos de vacaciones o picos de trabajo y que siempre tiene un motivo oportuno para no estar cuando más falta hace.
Para las empresas, especialmente las pequeñas, este fenómeno tiene un coste directo y uno invisible. El coste directo es matemático, sustituciones, horas extras, retrasos en entregas y un quebradero de cabeza para la empresa. Pero el coste invisible es todavía más corrosivo, la sobrecarga que recae sobre el resto de los compañeros. Cuando uno se ausenta, otro cubre. Y cuando esa ausencia es reiterada, injustificada y pícara, lo que debería ser un gesto de solidaridad se convierte en un agravio continuo. El resultado es un equipo agotado, frustrado y, en muchos casos, resentido. Y eso no se arregla con un plan de incentivos ni con charlas motivacionales.
Las empresas necesitan soluciones realistas, no discursos edulcorados. El equilibrio entre proteger al trabajador enfermo y evitar los abusos de estos pícaros no debería ser una guerra ideológica, sino una cuestión de gestión eficiente y justicia interna.
Pero como se podría abordar este problema sin criminalizar a quien realmente lo necesita. Deberíamos revisar de manera objetiva y ágil las bajas de larga duración. No hablamos de sospechar del enfermo, sino de validar que los procesos largos reciben seguimiento real y no se convierten en lugar sin control donde algunos se instalan indefinidamente. Un sistema más homogéneo evitaría desigualdades entre médicos, regiones y mutuas. Corresponsabilidad parcial del coste en los casos de reincidencia injustificada. Muchos países europeos establecen modelos mixtos que protegen al trabajador, pero prevén mecanismos de copago público-empresarial adaptados al historial. Cuando una baja reiterada no responde a patologías acreditadas, el sistema introduce controles adicionales, no castigos. Incentivos para la reincorporación progresiva. El miedo a volver tras una larga baja puede ser tan paralizante como la propia dolencia. Permitir retornos escalonados, teletrabajo temporal o adaptación de tareas evita que algunos casos se alarguen más de lo necesario y facilita la transición para todos. Apoyo psicológico preventivo. No se puede ignorar que la salud mental es uno de los motores de este incremento. Identificar señales tempranas y trabajar la prevención reduciría bajas prolongadas y permitiría intervenciones antes de que el problema se enquiste. Protección legal frente al abuso interno. Los compañeros que cargan con el trabajo de quienes faltan también necesitan protección. La insolidaridad laboral tiene un coste emocional y productivo que nadie contabiliza, pero que destruye equipos enteros y los sindicatos miran para otro lado en estos casos y hasta se sienten aludidos o amenazados, cuando deberían ser los primeros en velar por la corresponsabilidad.
Es evidente que nadie quiere tocar este asunto porque es muy incómodo, impopular y puede malinterpretarse. Es un problema real que exige madurez colectiva ya que la alternativa, mirar hacia otro lado, sale todavía más caro. No se trata de perseguir al trabajador que está enfermo, sino de evitar que unos pocos rompan el equilibrio de muchos. Las pymes españolas no tienen capacidad infinita para absorber bajas, ausencias, ni para soportar aumentos constantes de costes laborales sin afectar a salarios, precios o empleo.
El absentismo laboral injustificado crea una sociedad desigual: unos trabajan para dos y por dos, mientras otros cobran por no trabajar. Y esa distorsión, si no se corrige, erosiona la confianza interna tanto como cualquier recorte o reajuste.
Quizá la solución no pase por endurecer, ni por abaratar, sino por algo más básico y menos habitual, aplicar sentido común. Proteger a quien debe ser protegido, acompañar a quien lo necesita y recordar que los derechos laborales sólo funcionan cuando se ejercen con responsabilidad. En un país que todavía lucha por ganar productividad, cuidar el compromiso interno no es un capricho empresarial, es una necesidad económica.
La pandemia nos dejó muchas lecciones. Una de ellas es que la salud es esencial. Otra, menos cómoda, es que los abusos también existen y hay que evitarlos entre todos. Y si queremos ser eficientes, productivos y tener un mercado laboral fuerte, justo y sostenible, tocar este tema sin miedo no es opcional, es imprescindible.
